Voluntario en Ciudad Juarez
“…siempre podemos hacer algo: para multiplicar la esperanza, para sostener los dolores y, sobre todo, para ir tejiendo la trama cotidiana, que muchas veces se parece a “esos momentos en los que parece no suceder nada, pero pasa un mundo”
Por Agustin
“¿A qué vienen ustedes?”, es una típica pregunta que nos formulan, alguna vez, a quienes tuvimos experiencia de voluntariado. No es, valga la aclaración, un interrogante intimidante. Es, sobre todo, una invitación a abrir el corazón. Y a mí no me cuesta mucho que digamos. Así que les contaré.
Soy Agustín Stojacovich, estoy pisando los 30 años, y el año pasado me regalé (sí, dije “me” y no se me escapó) la experiencia de voluntariado fronterizo en Ciudad Juárez, México. Allí, junto a la comunidad religiosa y un nutrido grupo de voluntarios y voluntarias fuimos animando, junto a la gente del lugar, tres oratorios. A riesgo de ser redundante, les cuento que un oratorio es un espacio de juego, recreación, deporte, capilla, educación formal y no formal.
Si yo tuviera que contarles, retomando la pregunta inicial, a qué fui, lo diría claramente: a perder el tiempo. La experiencia de “perder” el tiempo me invita a pensar que muchas de las acciones que llevamos adelante no tienen –contrariamente a lo que se suele pensar- nada de espectaculares, ni son heroicas (como muchas personas suponen, porque necesitan idealizar algo o a alguien). No. Son cosas sencillitas, pequeñas: la preparación de un torneo de fútbol, la organización de una kermesse, los bailes en el patio a eso de la tardecita, el comedor y su desayuno para la gente de la tercera edad. Gestos pequeños, concretos, lejos de todo show o escándalo.
A menudo, antes de volver al lugar de uno, alguien de la comunidad suele decir: “Gracias, por el sacrificio de dejar tu tierra, tu gente, tu comunidad…”. Con todo el tacto del que soy capaz, intento subrayar que no, no se trata de ningún sacrificio. Hace rato sé que, en la lógica del servicio, perder es ganar. Y me gusta que así sea. Lo hago porque me hace bien (intentar) hacer el bien. Uno no va a salvar a nadie, uno no va a ayudar a nadie. Tampoco es la mera auto-gratificación. Nos salvamos juntos, juntas. No hay alguien que “da” y alguien que “recibe”. Nos vamos rotando, en eso también.
“Hace rato sé que, en la lógica del servicio, perder es ganar. Y me gusta que así sea. Lo hago porque me hace bien (intentar) hacer el bien.”
Siempre digo que hay muchas maneras de ir a contramano, pero que la más fructífera es el servicio. Servir, en lo cotidiano. Servir, en las cosas que para el mundo son inútiles. Servir, sin pretensión de eficacia o eficiencia. Servir, en la lentitud de los gestos que forjan vínculos y sentires. Servir, desde mi humanidad, que es frágil y vulnerable. Servir, desde el afecto y la ternura. Servir, porque “mi valor no coincide con mi utilidad”. Servir, sin palabras vacías o fórmulas romantizadas.
Creo, para ir cerrando, que la experiencia de voluntariado es abrirse a lo inesperado. Un proceso de serendipia, en el que todos los días sucede algo que escapaba a los planes y que, aun así, nos invita a sacar lo mejor de adentro nuestro. “¿Con qué nos vas a sorprender hoy?”, le pregunto a Dios cada mañana. Y siempre “pasa” algo. ¿Y saben qué es lo mejor? Que siempre podemos hacer algo: para multiplicar la esperanza, para sostener los dolores y, sobre todo, para ir tejiendo la trama cotidiana, que muchas veces se parece a “esos momentos en los que parece no suceder nada, pero pasa un mundo”. Si alguna vez, en tu barrio o en otro país, podés voluntariar, te lo recomiendo. Ya no serás la misma persona. Definitivamente.