Ceferino Namuncurá (26/08/1886 – 11/05/1905)
Me cuentan de sus días de larga cuarentena y no me cuesta imaginármelos. Más o menos como cuando yo estuve encerrado en los talleres de marina del Tigre o después en el colegio de Almagro. ¡Si habré extrañado los campos de Chimpay, donde podía correr y gritar a gusto, dejándome llevar por el viento! Al menos cuando íbamos de paseo con el colegio en el tren a Bernal o de vacaciones a Uribelarrea, o después en la quinta de Viedma, teníamos un poco de terreno donde correr y andar a caballo.
No es fácil adaptarse a nuevos ritmos y rutinas, los entiendo. En mi caso tuve que acostumbrarme a otra ropa, otras costumbres, otros horarios… ¡Hasta el idioma tuve que aprender! Primero el castellano, en Buenos Aires, y después el italiano, cuando viajé a Turín y Roma con monseñor Cagliero. Y aún así, con los adelantos de la medicina europea, no pude zafar del bacilo de la tuberculosis… Hoy, 11 de mayo, se cumplen 115 años… Claro que peor la pasaban mis paisanos en aquellos tiempos. Unos confinados de modo miserable en la isla Martín García, otros vendidos para trabajos domésticos, prácticamente como esclavos, entre las familias porteñas, otros viviendo y trabajando en el muy “progresista” museo de La Plata para que después sus huesos terminaran expuestos en las vitrinas… Mi familia, los Namuncurá, fueron desplazados a los pedreros de la cordillera, porque las tierras junto al río Negro donde nací y me crié, tendrían en adelante otros dueños más poderosos…
Pero ustedes saben que lo mío nunca fueron la queja y la lágrima, sino más bien el sobreponerme con fortaleza de mapuche y fe de creyente ante todas las adversidades. Así que tampoco vamos a aflojar ahora. Y esto se lo digo también a ustedes, mis peñis. Al contrario, es el momento de apechugar, con mucho nehuén, para salir juntos adelante, mirando primero alrededor, a los que necesitan una mano. Así hice también en Roma, cuando estuve internado en el hospital Fatebenefratelli y mi primera preocupación fueron mis compañeros de sala. Desde allá escribí muchas veces a la Argentina tratando de compartir lo mejor que veía y vivía, para alentar a quienes me esperaban aquí y no para lamentarme ni dar lástima.
Confiemos en Dios y en su Madre Auxiliadora, como nos enseñó Don Bosco, que ella no nos soltará la mano. Así lo aprendí y lo experimenté, una y otra vez, en las buenas y en las malas. Y así se lo desea también a ustedes de corazón, su amigo, Ceferino.
(P. Néstor Zubeldía)