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La viuda de Nain

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Siempre he habitado en la tierra amable de Nain, mi pequeña aldea que se alza en la ladera del monte Moreh. Algunas tardes, cuando baja el calor del día, me siento a la sombra de la higuera que plantara mi marido hace ya muchos años. Contemplo la montaña. Me dejo acariciar por los recuerdos. Conocí a Jesús de Nazareth el día más triste de mi vida.

Hacía poco más de un año que mi marido había fallecido. Pero, aunque él marchó al Sheol para reunirse con nuestros antepasados, me dejó un hijo joven y fuerte. Mi hijo trabajaba los campos. Mantenía lleno el granero. Recolectaba las aceitunas de los olivos. Con los frutos de las higueras amasaba pan de higo para el invierno. Cuidaba las viñas… Nunca nos faltó el aceite y la sal; ni el pan, el vino y los frutos. Un aciago día llegó sudado del campo. Se enfrío y murió. Se hicieron enseguida los preparativos para el entierro. Lavé su cuerpo con agua y aceite perfumado. Los vecinos me ayudaron a envolverlo en un sudario de lino. Con dos gruesas varas hicieron unas parihuelas. El cortejo fúnebre partió de la aldea.

Al pasar bajo el arco de piedra, nos tropezamos con Jesús. Yo tenía los ojos llenos de lágrimas. Mis amigas no cesaban de gemir para mostrar su dolor. Me apreciaban. Sus lamentos rasgaban el silencio. Era la forma de mostrar su afecto. Cuando vieron a Jesús, cesaron en sus llantos.

El profeta de Nazareth ordenó detenerse a los que portaban las parihuelas… Me contempló con mirada de infinito cariño. Todavía recuerdo sus primeras palabras: “No llores”. Me sentí aliviada. Había tanto afecto en la expresión de aquel hombre. Y sin esperar a más, dijo con voz recia y serena: “¡Muchacho, levántate!” Durante unos segundos no ocurrió nada. De pronto, mi hijo regresó a la vida. Yo me sentí resucitada con él. El Maestro le tomó lentamente de la mano. Se dirigió hacia mí. Me
lo acercó. Fue como si me dijera: “tu hijo es tuyo; aquí lo tienes”. Nunca más he vuelto a ver al aquel Maestro, pero aquel día comprendí que el Dios de la Vida actuaba en la persona del nuevo profeta de Nazareth.
Hoy, mi hijo ya no está conmigo. Sigo viuda y sola. Él murió meses después. Nunca olvidaré cómo ocurrió.

Semanas después del encuentro con Jesús, adiviné en los ojos de mi hijo algo extraño. Estaba inquieto, como quien desea tomar una decisión y no encuentra la forma de hacerlo. Ante mis preguntas, me confesó que deseaba marchar de casa para ayudar a la gente, curar a los heridos, levantar a los caídos… devolver la dignidad y el derecho a los pobres campesinos de estas aldeas. Me confesó que no emprendía camino por temor a dejarme sola. Cuando escuché sus palabras, tan solo le dije: “¡Hijo, marcha mañana mismo. Yahvé cuidará de mí, como el Maestro de Galilea cuidó de ti!” Al día siguiente marchó. Tan solo se llevó la túnica, el bastón, las sandalias y una cantimplora de arcilla conteniendo aceite de nuestros olivos. Varios meses después, unos campesinos me lo trajeron malherido. Había perdido mucha sangre por las heridas que cubrían gran parte de su cuerpo. No tenía fuerzas para hablar. En sus labios, se dibujaba una mueca extraña: mitad dolor, mitad sonrisa.

Los hombres que le trajeron me contaron cómo mi hijo se había opuesto valientemente a los soldados y recaudadores del gobernador romano, que tras haber confiscado la escasa cosecha de una pobre familia, pretendían llevarse también a la mujer y los niños para venderlos como esclavos.
Se puso ante los soldados. Quiso proteger a la familia campesina… Sufrió las heridas de las espadas que siempre están al servicio de los poderosos.

Solo vivió unas horas desde que le trajeran malherido. Murió en mis brazos… por segunda vez. Perder a un hijo dos veces es un dolor inmenso para una madre. Pero murió sabiendo que entregaba con dignidad la vida que gratis le había regalado Jesús, el Enviado de Dios.

Revista Misión Joven, N° 479 (diciembre 2016)

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